sábado, 6 de febrero de 2010

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.125

Ciento veinticinco


Alessandro camina sonriente por la playa.
—Buenos días. —Pero el señor Winspeare no quiere saber nada. Hace ya más de tres semanas que estoy aquí, se encuentran todas las mañanas durante sus respectivos paseos, pero ese señor nunca responde a su saludo. Alessandro no desespera. Sigue así, como ha aprendido a vivir. Los demás no van a venir a cambiarnos en aquello que nos parece correcto o que sobre todo nos gusta hacer. Es cierto, este lugar es hermoso. Tenía razón ella, la chica de los jazmines. Alessandro sonríe para sí, mirando el mar a lo lejos. Se ve pasar alguna barca por la sutil línea del horizonte. Alessandro se cubre los ojos con la mano. Intenta mirar aún más lejos. A lo mejor llega algún ferry, una carta que leer, alguna cosa por la que sonreír. Acaba por desistir. No. Estoy demasiado lejos. Entonces mira a su alrededor. Las rocas, el prado verde que sube desde el acantilado, ese faro... la Isla Azul.
Es aún más bella que como la había visto en Internet. Niki. Niki y su sueño. Hacer una semana de lighthouse keeper, de guardián del faro. Alessandro sonríe y regresa hacia la casa. Los sueños existen para intentar realizarlos. Y cada día nos decimos: «Sí, lo haré mañana.» ¿Y ahora? ¿De qué vivimos ahora? Y coge la tabla que se ha traído y la tira al agua. Se tumba encima y da unas brazadas. Poco después está lejos. Apoya las rodillas en la tabla y mira a ver si llega alguna ola. Bien, ésa podría ser buena. Se vuelve sobre sí mismo e intenta dar alguna brazada. Nada. La ola le pasa por debajo. La ha perdido. Nada. Vuelve a dejar colgar las piernas y se tumba sobre la tabla. Pero ahora que lo pienso, cogí una, hace ya tiempo. ¿Cuándo fue? Por lo menos hace diez días. La cogí, piensa Alessandro, me subí encima y casi logro ponerme de pie sobre la tabla. Pero la ola era demasiado pequeña y me caí. Alessandro mira de nuevo a lo lejos. Nada que hacer. Hoy el mar está tranquilo. Entonces da unas brazadas rápidas y regresa a la orilla, guarda la tabla en la cabaña, coge una toalla azul grande y se seca a toda velocidad. Se frota con fuerza, intentando quitarse de encima la sal y el frío del mar de la isla del Giglio. Brrr. Ya está. Así está mejor. Me siento hasta más tonificado. Alessandro se sienta en una roca cercana, abre su mochila y lo saca. Sonríe y hojea de nuevo el libro que se ha comprado. Un manual de surf. Cómo convertirse en surfista en diez lecciones. Contiene explicaciones de cómo surfistas famosos se ponen de pie sobre sus tablas en el momento justo para coger olas de por lo menos cuatro metros. Y varias fotos. Ya, pero esas olas no llegan nunca aquí. Alessandro cierra el libro. No llegan, no... A lo mejor soy afortunado. Vuelve a ponerse la sudadera azul y baja hacia el pueblo. Baja, bueno... no son ni doscientos metros.
—Buenos días, señora Brighel.
—Buenos días, señor Belli, ¿todo bien?
—Sí, gracias... ¿Y usted?
—Muy bien, gracias. Le he guardado una lubina fresca, patatas y calabacines, como me pidió. Me he permitido también reservarle unos erizos. ¿Quiere sopa de erizos, señor Belli?
—¿Por qué no, señora Brighel? Me encantaría probarla. —Alessandro se sienta en una pequeña taberna, como lleva haciendo desde hace más de quince días.
—Aquí tiene su vaso de vino blanco de California y un poco de mi mousse de atún con pan tostado. —La señora Brighel se limpia las manos en el delantal que lleva a la cintura y le sonríe—. Yo creo que mi mousse le pirra, ¿eh? Desde que la probó no ha parado, todos los días la quiere...
—Me gusta mucho porque la hace usted con sus manos, y con amor, y, además, no veo por qué cuando uno encuentra algo que le gusta tanto tiene que dejarlo.
—Estoy plenamente de acuerdo con usted, señor Belli.
—Ya. —Entonces Alessandro se sirve un poco de vino y sonríe para sí. ¿No me lo podía haber preguntado antes? Está bien. No debo desesperar.
—Bien, señor Belli, yo me voy para allá. ¿Desea otra cosa mientras cocino?
—No, señora Brighel, tómeselo con calma.
Poco después, regresa a la mesa con una sorpresa.
—Tenga, quiero que pruebe estos langostinos crudos. Me los acaba de traer mi marido, el señor Winspeare. ¿Le ha saludado hoy?
Alessandro acaba de beber un poco de vino. Se limpia los labios.
—No, señora Brighel.
—Ah... pero estoy convencida de que lo hará.
—Eso espero. Lo importante, como para todo, es no tener prisa.
La señora Brighel se detiene frente a la mesa y se seca sus manos nudosas, mojadas todavía de langostinos acabados de pelar.
—Me gusta su filosofía. Sí, antes o después acaba sucediendo. No hay que tener prisa... Tiene razón en lo que dice. —Y regresa a la cocina. Alessandro unta un poco de mousse sobre el pan tostado. Sí, no tener prisa... Prueba un langostino. Buenísimo. Se chupa los dedos y se los limpia con la servilleta. Coge el vaso de vino frío y toma un largo trago. Ya, ¿qué prisa hay? He dejado el trabajo por un tiempo. Necesito mi tiempo. Ya no tenía vida. Leonardo, cuando se lo dije, se echó a reír. Después, cuando se dio cuenta de que iba en serio, se enfadó. Me dijo: «Están a punto de salir otras dos grandes campañas publicitarias, Alex, y sólo están esperándote.» Pero hay un pequeño detalle, querido Leonardo. Yo no estoy esperando por ellas. Yo estoy esperando volver a empezar a vivir, a emocionarme de nuevo, a reír, a bromear, a correr, a saborear cada instante de mi tiempo, a respirarlo todo, hasta el fondo, el tiempo que quiero vivir sin prisa. Sí. Estoy esperando a ese motor amor, te estoy esperando, Niki. Entonces una duda asalta a Alessandro. ¿Y si sus padres hubiesen abierto aquel sobre? ¿Y si lo hubiesen roto junto con su billete para venir hasta aquí? ¿Y si no le hubiesen dicho nada? Yo estoy aquí, lejos, en la isla del Giglio, a cincuenta minutos de Porto Santo Stefano, a casi tres horas de Roma, lejos de todos y de todo, sin trabajo pero con mi vida. Sólo que ella no está. Estoy solo. Guardián del faro. Con la señora Brighel que me prepara unas comidas riquísimas, el señor Winspeare que por el momento no me saluda, y una tabla que no quiere saber nada de hacer surf conmigo encima. Sin prisa... Esperemos. Otro día está a punto de acabar.
Alessandro mira el sol que lentamente se colorea de rojo. Esa gaviota que pasa a lo lejos y una nube ligera, un poco más allá, solitaria, inmóvil.
Entonces sucede de repente. Piiiii. Un claxon. E inmediatamente después, detrás de la curva, ahí está. Un viejo Volkswagen Cabriolet azul, traqueteante, está subiendo por la cuesta. Parece tranquilo, sereno, lo mismo que la chica que lo conduce. Lleva un sombrero en la cabeza, una boina, pero el pelo rubio castaño, libre y salvaje, así como esa sonrisa divertida no dejan lugar a dudas. Es Niki.
Alessandro se levanta y corre a su encuentro. Niki avanza todavía algunos metros, después frena bruscamente y apaga el motor.
—Eh, al final te sacaste el carnet.
—Sí, pero me faltan las últimas lecciones. ¿Sabes?, es que hubo alguien que se fue.
Alessandro sonríe. Después mira su reloj.
—Hace veintiún días, ocho horas, dieciséis minutos y veinticuatro segundos que te estoy esperando.
—¿Y qué quieres decir con eso? En mi caso hace más de dieciocho años que te espero y nunca me he quejado.
Entonces se baja del coche. Se acercan, se quedan en la carretera, con el sol rojo que ya empieza a desaparecer detrás de aquel horizonte lejano, hecho de mar.
Alessandro le sonríe, le toma el rostro entre las manos. También Niki sonríe.
—Quería ver cuánto tiempo eras capaz de esperarme.
—Si tenías que llegar un día, te habría esperado toda la vida.
Niki se aparta un poco, se mete en el escarabajo y aprieta un botón. Suena una música. She's The One inunda el aire.
—Ya está, empecemos de nuevo desde aquí. ¿Dónde nos habíamos quedado?
—En esto... —Y le da un largo beso. Con pasión, con amor, con ilusión, con esperanza, con diversión, con miedo. Miedo de haberla perdido. Miedo de que a pesar de haber leído su carta no hubiese llegado hasta allí nunca. Miedo de que otro se la hubiese llevado. Miedo de que se le hubiese pasado como un capricho. Y continúa besándola. Con los ojos cerrados. Feliz. Ya sin miedo. Y con amor.
La señora Brighel sale de la taberna con la sopa caliente en el plato. Pero no encuentra a nadie sentado en la silla.
—Pero señor Belli... —Y entonces los ve, al borde de la carretera, perdidos en ese beso. Y sonríe. Entonces aparece a su lado su marido, el señor Winspeare. También él observa la escena. Y menea la cabeza.
Alessandro se aparta un poco de Niki, la coge de la mano.
—Ven... —Y echan a correr hacia el faro. Pasan por delante de la señora Brighel—. Volvemos en seguida, prepare comida para dos. —Se detiene—. Ah, ella es Niki.
La señora sonríe.
—¡Encantada!
Lo saludan a él también.
—Mire, señor Winspeare, le presento a Niki.
Y por primera vez, el señor Winspeare emite un extraño gruñido.
—Grunf.... —Que puede querer decirlo todo o nada. Porque, a lo mejor, sólo se estaba atragantando. Pero podría ser también un primer paso.
Niki y Alessandro continúan corriendo y entran en el faro.
—Mira, aquí está la cocina, aquí la sala y ésta...
—Eh, ¿qué es eso?
—¿Has visto? He traído también una tabla para ti.
—¿Cómo también?
—Sí, hay otra también para mí.
—¿Y lo has conseguido?
—No. Pero ahora que estás tú aquí...
—Entonces tú acabas de darme las clases de conducción y yo empiezo a darte lecciones de surf.
—Ok.
Suben una escalera.
—Éste es el dormitorio... con la ventana que da al mar. Esto es un pequeño estudio y aquí, subiendo esta escalera, está la linterna.
Suben a toda prisa, salen al exterior, se asoman a la terraza. Están muy alto, más alto que todo lo demás. Una brisa cálida, ligera, acaricia los cabellos de Niki. Alessandro la mira mientras ella otea más allá, hacia el mar abierto. La nube aquella, que antes estaba tan lejos, ahora parece cercana. Y la gaviota vuelve a pasar otra vez. Y emite un ruidito. De algún modo, los está saludando, no como el señor Winspeare. Y sigue volando, planeando un poco más allá, en busca de alguna corriente fácil. Más lejos, sobre el horizonte, asoma un último rayo de sol. Cálido todavía, rojo, encendido. Pero se está yendo. Entonces Niki cierra los ojos. Suelta un largo suspiro. Larguísimo. Y siente el mar, el viento, el ruido de las olas, y ese faro con el que tanto había soñado... Alessandro se da cuenta. La abraza despacio por detrás. Niki se abandona. Y apoya la cabeza en su hombro.
—Alex...
—Sí.
—Prométemelo.
—¿El qué?
—Lo que estoy pensando.
Alessandro se inclina hacia delante. Niki tiene los ojos cerrados. Pero sonríe. Sabe que él la está mirando.
Entonces Alessandro la abraza con más fuerza. Y sonríe él también.
—Sí, te lo prometo... Amor.



* * *

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.124

Ciento veinticuatro

De rodillas, debajo del lavamanos blanco, con las manos en las frías baldosas del baño. Hace calor. Se seca con la manga del mono la frente perlada de sudor. Entonces la ve. Un par de zapatillas All Stars se detienen a pocos pasos de él. El joven fontanero se aparta de debajo del sifón, y Olly le sonríe.
—¿Quieres agua? ¿Coca-Cola? ¿Café? ¿Té? —Le gustaría hacer como Tess McGill, la joven y combativa secretaria de Katharine Parker en la película Armas de mujer y añadir «¿A mí?», pero le parece fuera de lugar. El joven fontanero se sienta en el suelo, se apoya en el lavamanos y sonríe.
—Una Coca, gracias. —La mira mientras sale. Lleva una falda corta, una camiseta corta, calcetines cortos. Todo corto menos sus piernas. Larguísimas. Y además es amable. Por qué iba a molestarse una como ella en venir aquí a preguntarle a un tipo como yo si quiere beber algo.
Olly regresa.
—Toma, te he puesto también una rodaja de limón. La he cortado con mi navaja sarda... —Olly se la enseña—. ¿Te gusta? Es un modelo de arresoja, superafilada, las hace un artesano de Fluminimaggiore, en Cerdeña. Es un puntazo.
El joven fontanero la coge y la mira. Olly prosigue con su descripción.
—¿Lo ves? En la hoja tiene una incrustación con una águila y el mango es de cuerno de ciervo.
El joven fontanero la abre.
—Bonita. —Y da un trago a su Coca-Cola. Tiene sed de verdad. Allí debajo hace un calor de mil demonios.
Olly se sienta en el borde de la bañera. Cruza las piernas, una rodilla sobre la otra, así no se le ven las bragas. El joven fontanero la mira. Por un momento lo piensa y se pone nervioso. Pero sólo por un momento.
—Gracias.
—De nada. Oye, antes siempre venía otro a arreglar este tipo de cosas de fontanería. ¿Cómo es que has venido tú? No es que me moleste, ¿eh?, es sólo por saberlo.
El joven fontanero continúa aflojando el tubo bajo el lavamanos y sin dejar de trabajar habla.
—El que venía siempre es mi hermano. Ahora trabajamos juntos. Pero hace poco. Bueno, ya casi he acabado.
Olly sonríe y cruza de nuevo las piernas.
—¡Oye, que yo no pretendía meterte prisa!
—Ya está. —El joven fontanero saca el tubo y lo vacía en una cubeta, sale un poco de agua y un montón de pelos. Tin. Un ruido sordo en el plástico azul.
—¿Has visto? Lo conseguí. Tu anillo no se ha perdido.
El joven fontanero se lo da a Olly, que se lo pasa de una mano a la otra sonriendo. Mientras tanto, él vuelve a montar el tubo y lo aprieta fuerte con una llave inglesa.
—Ya está. —Sale todo sudado de debajo—. ¿Has visto? —Mira su reloj—. Veinte minutos. No he tardado mucho...
—Ya te digo. ¡Ha sido cosa de magia! Yo ya lo daba por perdido.
El joven fontanero la mira. Entonces se agacha y gira la llave que hay debajo del lavamanos para abrir el agua. Y decide lanzarse. De todos modos, allí debajo del lavamanos, ella no le puede ver la cara. Lo más que puede hacer es no responder.
—Hubieses tenido problemas con tu novio, ¿eh?
—¡Para nada! Si acaso con mi madre. Me lo regaló ella por la Selectividad... Es que saqué un notable que nadie esperaba... Sobre todo ella. Y esa vez decidió darme un premio. Si lo pierdo se me cae el pelo. Ya me parece oírla. «¡Olimpia, no sientes respeto por nada ni por nadie, todo lo pierdes! ¿Sabes lo que me ha costado hacer que te hagan ese anillo a medida, encontrar algo que te gustase?»
El joven fontanero sonríe y mira el anillo.
—Bueno, la verdad es que es muy bonito.
—Es idéntico al que llevaba Paris Hilton en la última foto en la que aparecía con su novio. Pero ¡yo creo que mi madre ha escatimado, de modo que no creo que éstos sean diamantes de verdad como los del original!
—Pero está bien por su parte que lo haya pensado.
—Sí.
El joven fontanero se echa a la espalda la caja de las herramientas y se dirige hacia la puerta. Olly lo acompaña.
—Bueno, gracias por todo —le dice mostrándole de nuevo el anillo.
—No hay de qué, gracias a ti por la Coca-Cola.
—¿Estás de broma? Sólo faltaría. —Olly se detiene y se golpea con la palma de la mano en la frente—. ¡Demonios, te juro que se me había ido por completo de la cabeza! ¿Cuánto te debo?
Él se queda pensativo un momento. Sólo un momento. Niega con la cabeza.
—Bah, no es nada, está bien así. Sólo he tardado veinte minutos.
—¿Estás de coña? Ni hablar. Tu hermano pedía cien euros sólo por la llamada. Mira que si no, no te vuelvo a llamar y hablo sólo con él.
El chico se mete las manos en los bolsillos.
—Ok, pero sólo cincuenta euros. —Y saca una tarjeta de visita—. Pero me tienes que prometer que sólo me llamarás a mí y no a mi hermano. Sólo yo te hago descuento. ¿Prometido?
Olly mira la tarjeta. El apellido delante del nombre. Sabatini Mauro. Tiene un fontanero como de dibujos animados. Olly consigue contener la risa.
—Eres más simpático que tu hermano. Pero no se lo digas, ¿eh?
Justo en ese momento, aparece la madre de Olly en la puerta. Al verla con ese muchacho, vestido con un mono y con una caja de herramientas, la mira preocupada.
—¿Qué sucede, Olly?
—Nada, mami, ¿por qué siempre tienes que estar preocupada? Ha venido a saludarme un amigo, no nos veíamos desde antes de las vacaciones... —Olly le guiña un ojo a Mauro.
—Buenos días, señora.
—Buenos días, disculpe, pensaba que, no, nada, no pensaba nada.
—Mamá, le estaba enseñando el anillo que me regalaste y le ha gustado muchísimo.
Mauro sonríe.
—Sí, es de muy buen gusto. Se parece un poco al de la señorita Hilton.
La madre mueve la cabeza.
—Es que es el de la Hilton. —Y entra en casa con la compra.
—Adiós, hasta otra —dice Olly, y se acerca a él, besándolo en una mejilla. Mauro se queda perplejo un instante—. Es que no estoy segura de que mi madre no esté vigilando. —Se le acerca al oído y le dice en voz baja—. A lo mejor podemos llamarnos, de lo contrario se dará cuenta de que estaba mintiendo.
Mauro le sonríe.
—Sí, para que no se entere...
Olly se va a la cocina. La madre está colocando la compra.
—Toma, mete esto ahí debajo. —La madre le pasa varios productos de limpieza—. Te he traído el yogur que querías.
—Gracias.
La madre acaba de vaciar las bolsas.
—Es gracioso, ¿sabes? Tu amigo se parece un montón al fontanero que llamamos siempre. Por un momento, pensé que se habría roto el baño o que habrías hecho cualquier otro desastre.
—Para nada. De todas maneras, es verdad que se parece. Yo también lo había pensado. —Mira de nuevo su anillo—. Gracias, mamá. ¡De veras que es precioso!
—Me alegro de que te guste. —Se abrazan. La madre la coge y la estrecha un momento entre sus brazos, mirándola—. Esperemos que no lo pierdas, como todo lo demás.
Olly se apoya en su pecho como no lo hacía en mucho tiempo.
—No, mamá, puedes estar tranquila. —Y mira el anillo todavía mojado.


«Noticiario radiofónico. Buenas tardes. Esta mañana, la policía ha conseguido desarticular una importante red de tráfico de drogas. Al sospechar del continuo ir y venir de la casa de una pareja de ancianos, han irrumpido en la vivienda de madrugada. El señor Aldo Manetti y su mujer María han sido hallados en posesión de más de quince kilogramos de cocaína. El matrimonio ha sido arrestado. Desde hace años distribuían droga a los barrios de Trieste y Nomentano, así como también a varios suburbios del Salario. Fútbol. Una nueva adquisición para el...»


Ella fuera de la habitación color añil. Ha llegado el momento de devolverlo. La curiosidad es demasiada. Y en el fondo también se trata de una buena acción... La chica pone el intermitente. La calle está poco iluminada, pero logra ver el nombre en la pared. Via Antonelli. Sí, tiene que ser por aquí. Sigue conduciendo. Del pequeño reproductor de CD del minicoche salen palabras buenas, apropiadas para el momento. «La especialidad del día la sonrisa que me das. En un mundo sin salida se distingue siempre más. Deja ver el lado oscuro de la grande hipocresía que trepa por el muro como el final...» Sonríe y se mira un momento. Sí, ese vestido la favorece de verdad. El gris y el azul siempre le han quedado bien. Un stop. Gira a la derecha. «Yo que estaba tan perdido en la cotidianidad, como un faro encendido me has venido a iluminar.» Muy bien, Eros. Debería de estar cerca. ¿Dónde estará ese dichoso lugar? Esperemos que haya alguien todavía; son las ocho. Maldita sea, siempre tengo que llegar tarde. Se mete por una calle de edificios del siglo XIX. Aminora y empieza a mirar los números. Cincuenta. Cincuenta y dos. Cincuenta y cuatro. Ahí está. Cincuenta y seis. Se detiene y aparca un poco de través. De todos modos, el minicoche es pequeño, es como tener un Smart. Antes de sacar las llaves, las últimas palabras de la canción. «Solamente tú sabes ver mi corazón, solamente tú que das inicio ahora ya... a una nueva edad.» Una nueva edad. Sí, así es como me siento, Eros.
Se baja, deja a la vista la tarjeta horaria y cierra el minicoche. Se sube a la acera y se acerca a los timbres. Lee los nombres. Giorgetti. Danili. Benatti... Ahí está. Y llama. Mientras espera, el corazón le late con fuerza.
—Sí, ¿quién es? —Una voz gritona la sorprende. Se acerca al timbre e inclina la cabeza.
—Sí, soy yo. Quiero decir... estoy buscando al señor Stefano si está.
—Sí, acaba de salir de la oficina. Debe de estar bajando. Si espera, se encontrarán ahí abajo. —Y cuelga el interfono.
Ah. Bien. Ni siquiera tengo que subir. Así que él baja. Y me encuentra aquí. ¡Y ni siquiera sabe quién soy! ¿Qué le digo? ¿Cómo me pongo? ¿Las piernas rectas y rígidas? ¿O mejor me apoyo en el coche, como posando? ¿Y si sostengo la bolsa con las dos manos frente a mí, en plan «aquí tienes tu paquete»? No, será mejor que... Pero no le da tiempo a acabar. Un chico no muy alto, con una chaqueta ligera de lino abre la puerta del portal y la cierra a sus espaldas. Entonces levanta la cabeza y ve a una chica con un vestido corto muy bonito, gris y azul, que está mirando hacia el cielo. Parece que hable sola. Stefano hace una graciosa mueca de sorpresa. Está a punto de irse. Ella se da la vuelta de repente. Lo ve. Silencio.
—¡Eh, perdona!
Stefano se vuelve.
—¿Sí? ¿Hablas conmigo?
—¡Si sólo estás tú! ¿Por casualidad eres Stefano?
—Sí, ¿por qué?
—¡Esto es tuyo! —Y le tiende el ordenador en su funda.
—¿Mío? ¿Qué es? —Stefano se le acerca, coge la funda y la abre, sosteniéndola sobre su rodilla levantada. La cara le cambia de golpe—. ¡No! ¡No me lo puedo creer! ¡Es mi portátil! ¡No te haces idea! ¡Lo tenía todo dentro, un montón de cosas que no había salvado! He tenido que matarme a trabajar, y algunas cosas incluso las he vuelto a escribir de nuevo. Pero ¡lo perdí hace tiempo! ¡Vaya, no es que lo perdiera, más bien me lo pisparon!
—Pues claro, si lo dejas encima de un contenedor, ¿qué esperas? ¡¿Que te lo devuelvan los de la limpieza o un gato vagabundo?!
Stefano la mira.
—¿Quién eres, cómo lo has hecho?
—El gato. Yo soy el gato que esa noche pasó por allí y se lo encontró. Después lo encendí. Ni siquiera le habías puesto contraseña de acceso. ¡Qué tonto! Así todo el mundo puede leer lo que hay. ¡Eso es peligrosísimo!
—¡Nunca la pongo, porque como soy tan distraído se me olvida siempre!
—Yo te doy una muy fácil: ¡Erica!
—¿Erica?
—Sí, mucho gusto. —Y le tiende la mano riéndose—. ¡No se te puede olvidar! ¡Es el nombre de tu ángel de la guarda!
Stefano sigue sorprendido, pero al final sonríe.
—Oye —continúa Erica—, ¿qué pensabas hacer ahora? Son casi las nueve. Caramba, tú sí que trabajas, ¿eh?
—Sí, últimamente me han dado un montón de trabajo en la editorial. ¿Que qué pensaba hacer? Me voy a comer algo, como todo el mundo. ¡Me muero de hambre!
—¡Yo también!
Silencio.
—Bueno, si estás casado, prometido, blindado, pillado, pescado o similar, dímelo. Lo entenderé. Puede ser también que pienses que soy una maníaca y que te violaré en cuanto doblemos la esquina. También en ese caso te entenderé.
Más silencio.
—Todo te lo dices tú, ¿eh? Qué va. ¿Blindado de qué? ¡¿Quién iba a quererme?! —Y se ríe. Con una sonrisa que Erica nunca ha visto. Una sonrisa de luna lejana, de mar que va y viene, de todas esas palabras que ha leído de él en las semanas precedentes. Una sonrisa hermosa—. En realidad, estoy en deuda contigo. Tienes razón. ¿Cenamos juntos? ¿Te apetece una pizza? ¡No puedo permitirme más!
—¡Sí! ¿Y si te violo?
—Bueno, todas las mañanas hago... ¡abdominales! ¡¿Crees que pondré defenderme?!
Erica se echa a reír.
—¿Vas a pie?
—No, tengo un minicoche.
—Déjalo aquí, es una zona tranquila. ¿Te apetece caminar? La noche es apacible y hay una buena pizzería aquí cerca.
—Ok. —Y se alejan.
—Mira qué bonita, la iba escuchando antes, mientras venía hacia aquí...
Erica le pasa los auriculares de su iPod. Stefano se lo pone con un poco de trabajo. Entonces empieza a caminar al ritmo de la música.
—Eh, no está nada mal, en serio. Yo siempre escucho música clásica, ¿sabes?
—¿De veras? Me gustaría aprender a escucharla, me parece tan...
—¿Antigua?
—No, antigua no, no sé, extraña... ¡Difícil! O sea, a lo mejor, no sé, me cuesta entenderla.
Stefano sonríe.
—Estoy seguro de que no te iba a costar tanto... ¿Y estos que estoy escuchando quiénes son?
—Los Dire Straits... Money For Nothing...
—Ah, sí, los conozco.
Y ella sonríe. Y también él, mientras empieza Sultans Of Swing. Y siguen. Como cada primera vez. Y el mundo parece detenerse a su alrededor para dejarlos pasar, para verlos alejarse juntos, hacia una cena simple que de todos modos está llena de cosas nuevas que contar.


«Y ahora una noticia del mundo del espectáculo. Ayer se estrenó en varios cines la nueva película del director Piero Caminetti. Al acabar la proyección, en la sala principal del cine Adriano, en la que se hallaban presentes también los actores, el público silbó durante largo rato a la protagonista, la joven actriz debutante Paola Pelliccia. Su interpretación ha sido calificada de poco creíble y absolutamente inadecuada para el papel. Mucho mejor parado salió el protagonista, el personaje principal, interpretado por el conocido actor...»


La misma ciudad. Un poco más allá y un poco más tarde. Fuera, los coches pasan veloces. Pero el ruido del tráfico apenas se oye. O al menos ella no lo oye. De los altavoces llega con el volumen justo una canción. «... Know no fear will still be here tomorrow, bend my ear I'm not gonna go away. You are love so why do you shed a tear, know no fear you will see heaven from here...» No la conocía. Pero es bonita. Sí, no voy a tener miedo, porque tú seguirás aquí mañana. No tengas miedo, verás el paraíso desde aquí. Él la coge de la mano.
—¿Tus padres no están?
—No, el domingo por la noche siempre se van a cenar y después al cine.
—¿Hermanos o hermanas?
—No.
—¿Han salido también?
—Hijo único. —Y le aprieta la mano con delicadeza—. Ven. Te lo enseño. —Abre una puerta de madera de nogal y una sala grande, luminosa y llena de libros la acoge. No le da tiempo a preguntar «¿Lees mucho?», porque de todos modos le regala una respuesta aún más importante. Un beso largo, intenso, profundo la rapta. Y esa habitación parece un mar que se balancea en verano, parece un cielo que observa a dos nubes blancas que se persiguen. Robbie Williams llega desde el salón... y parece el viento cuando habla a los árboles y los mueve, y les habla de lugares lejanos, apenas visitados... « We are love don't let it fall on deafears. Now it's clear, we have seen heaven from here...» El paraíso es una simple habitación de un chico que juega a baloncesto y todas las mañanas tiene un detalle agradable con ella, un detalle con sabor a cereales y frutas del bosque. El paraíso es una colcha azul fina de una cama que la acoge como un pétalo que cae en las olas. Y ella se siente llevar, suave y un poco asustada, pero feliz de estar allí, de haber aceptado ese viaje que están a punto de emprender juntos. Sin partir. Sin maletas. Sin mapas ni planos. Porque en el amor los caminos y el paisaje se descubren cada vez. Porque nadie te los enseña. O quizá sí. Y su respiración te guía. Te dice dónde girar. Dónde aminorar. Dónde detenerse... Y partir de nuevo sin miedo. Filippo la mira así, tumbada, tan hermosa. Y le parece que nunca ha visto salir tanta luz de sólo dos ojos. Le parece que de repente la vida tiene sentido y que todo cuanto ha hecho hasta hoy ha servido precisamente para llegar hasta allí. A ese nuevo paraíso, destino: felicidad. Esa habitación. Se acerca despacio y la acaricia y siente que su respiración se hace más lenta y profunda, asustada, pequeña ola perdida en ese mar en el que están a punto de entrar.
—Yo... nunca lo he hecho... —le susurra ella al oído.
—Yo tampoco.
—¿Es tu primera vez?
—Sí... contigo. —Y puede que sea verdad o que no. Pero es tan hermoso creer en la felicidad. Y esa respuesta vale cien, vale mil, vale todo un pasado que ya no importa conocer. Porque cuando haces el amor con la persona a la que amas, es siempre la primera vez, es siempre una partida. Diletta lo mira y después lo abraza con todas sus fuerzas. Se siente protegida, se siente acogida y amada. Y entonces esa cama se convierte en una barca en medio de las olas. Olas tranquilas, ligeras, olas que acunan. Olas que no dan miedo. Olas que los llevan hacia una nueva isla desierta, sólo para ellos dos.


«Sucesos. El joven Gino Basanni, más conocido con el apodo de el Mochuelo, ha resultado herido de gravedad en un tiroteo. El joven había sido arrestado anteriormente por robo de coches y tráfico de estupefacientes. Esta vez intentaba dar un golpe más grande, introduciéndose...»


Más tarde. Entre la puerta y el armario hay colgada una fotografía de un enorme acantilado golpeado por el mar. Diletta la mira. Sonríe. Filippo le acaricia el cabello, lo aparta, libera su rostro dándole más luz. Y después un leve beso en la mejilla.
—Estás muy hermosa después del amor.
—Tú también. ¿Has visto?
—¿El qué?
—Los arrecifes.
Filippo se vuelve. También él mira la foto.
—Sí, es una foto que hice cuando fui a Bretaña, el verano pasado. ¿Sabes?, la llaman el reino del viento. Se puede hacer la ruta de los faros, desde Brest hasta Ouessant, saliendo del de Trézien, en Plouarzel. Pero a mí lo que me gustó fueron los acantilados. Sólidos, fuertes, siempre soportando el azote del mar, tanto que al final acaban formando parte de él.
Otro ligero beso en aquellos labios rojos, suaves, llenos de amor todavía.
—¿Lo has pensado alguna vez? Los arrecifes resisten las olas, la sal, el viento, pero se dejan modelar, cambian de forma, con el tiempo se vuelven lisos, van perdiendo las aristas, parecen suaves...
Diletta se apoya en él.
—Las olas y los arrecifes. Como el amor entre las personas. Uno se encuentra, se elige, se mete en mar abierto.
Filippo le coge el rostro entre las manos.
—Y tú, pequeña ola, te has hecho amar.
Se abrazan. Ella lo mira, se aprieta con fuerza a él. Y sonríe oculta entre sus brazos.
—He esperado tanto porque tenía miedo. Sentiría tanto haber sido una idiota. No hagas que tenga razón.
—Has sido inteligente al esperarme. Y al tener miedo. Pero ahora serías idiota si no disfrutases nuestra felicidad.


«Sigue el estado de pronóstico reservado del conocido cantante Fabio Fobia. Se vio involucrado en una pelea que se produjo en un local social de la Tiburtina. Al parecer, al final de su concierto, una chica del público mostró su disgusto por sus particulares e insistentes atenciones. Ello motivó una pelea entre el joven cantante y el acompañante de la chica, quien salió mucho mejor parado. Fabio Fobia continúa hospitalizado. A continuación, escucharemos una canción de su último single, que quedó finalista en el concurso de voces jóvenes de Villa Santa María, en Abruzzo: "Perdóname, a lo mejor me he equivocado, he recordado lo que me regalaste. Una sonrisa. Un beso. Un viaje nunca empezado...".»


El camarero llega con dos pizzas marineras humeantes. Ha traído ya dos jarras de cerveza bien fría. Erica lo mira.
—Tengo que confesarte una cosa.
—Dime.
—Tú escribes superbién. Me has hecho compañía en estas semanas. He leído tus cosas en el ordenador.
—¡Venga ya! ¿De veras?
—¿Te molesta?
—No. En el fondo, uno escribe para ser leído, antes o después. ¡Y mejor si es una extraña!
—Es curioso, porque a mí en cambio me parece que te conozco desde siempre. ¡A lo mejor es porque te he leído!
—¿Qué es lo que te ha gustado en particular?
—Bueno, por ejemplo, muchos pasajes que tienes en esa carpeta que se llama «Martin». Es tu nombre artístico, ¿verdad? Bonito. Sí, allí has escrito cosas muy bellas... hasta me las he copiado en la agenda. Esa última frase, la que dice «Y en el instante en que supo, dejó de saber». ¡Demonios, es preciosa!
Stefano se queda callado. Mastica un poco de pizza. Pero tiene una expresión graciosa. Erica continúa.
—Había también otra carpeta, la que se llamaba «El último atardecer». Vaya, a mí me parece que ahí has dado lo mejor de ti. ¡Hay pasajes preciosos! Pero eso no lo has terminado todavía, ¿verdad?
Stefano deja de comer. Apoya el tenedor en el enorme plato blanco. Coge su jarra y toma un sorbo de cerveza. Luego se echa a reír.
—¿Qué ocurre, qué es lo que he dicho?
—No, nada... ¡es que me hace gracia!
—¿El qué?
—Vale. «Martin» no es mi nombre artístico. Lo puse por Martin Edén. Y lo que has leído en esa carpeta es mi traducción de la novela de Jack London que lleva ese título.
Silencio.
—Es del que nos hablaron en la escuela...
—Sí, ese mismo. Van a sacar una versión moderna, y me habían encargado la traducción y tú... Bueno, por suerte me has salvado, no lo hubiese conseguido jamás si no me hubieses devuelto el ordenador con todo el trabajo que ya tenía hecho.
—Pero ¿en serio es de Jack London?
—Y tan en serio. Tengo que traducir también la próxima novela, El vagabundo de las estrellas.
—Jo, y yo que creía que había leído Martin Edén. Lo podías haber puesto, ¿no?
Silencio.
—Entonces, ¿también la otra novela es de Jack London?
—No.
—¿De un amigo?
—No.
—¿De uno de los autores de la editorial?
—No. Es mía.
Silencio.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No, en serio, es mía. Y eres la primera persona que la lee...
—¡Venga ya! ¡Eres muy bueno! —Y Erica golpea con las manos sobre la mesa haciendo que otros clientes de la pizzería se vuelvan—. ¡Eres genial! ¡Escribes que es una pasada! ¡Eres mi escritor favorito! —Coge la jarra y la levanta al cielo.
Stefano sonríe y hace otro tanto. Los cristales se tocan y resuenan alegres.
—¡Por el hombre de las palabras adecuadas para mí! —Y todavía no sabe lo cierto que es ese brindis.

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.123

Ciento veintitrés

Niki mete las llaves en la cerradura de casa. Roberto y Simona oyen ese sonido familiar. Están sonrientes y felices, curiosos y divertidos con todas las historias, los lugares, las anécdotas, las aventuras de su joven hija que acaba de llegar a la mayoría de edad. Guapa, morena, un poco más delgada... pero sobre todo increíblemente crecida.
—Y después, ¿sabéis lo que hizo Olly? Bebió como una loca en una fiesta que había en la playa, una rave que duró hasta por la mañana. Y tuvo que tomar algo, porque estuvo mala dos días. No se acordaba de nada. Ni siquiera de quiénes éramos nosotras.
Roberto y Simona escuchan casi aterrorizados esas palabras, haciendo como si nada, intentando incluso divertirse.
—Y Erica tuvo una historia con un alemán, una especie de Hulk en rubio. Dice que le gustaría ir a Mónaco el sábado y el domingo. En cambio Diletta no sé cuántas veces pidió a sus padres que le recargaran el móvil para llamar a Filippo. Y cuando no tenía cobertura o se había quedado sin saldo, hacía unas colas interminables para llamar desde un fijo. Un primer amor de dependencia absoluta. ¡Os lo juro, nos daba la paliza cada día contándonos todo lo que se habían dicho, los mensajes que le había mandado, los que había recibido! ¡Una neverending story!
Simona la mira.
—¿Y tú?
—¿Yo? Bueno yo me he divertido, lo he pasado bien, muy bien. Tranquila. Mamá, mira lo que me he comprado.
Niki se va hasta su mochila y saca una camisa blanca, toda arrugada, con el cuello en V y unas piedras cosidas en el escote. Se la pone por delante.
—¿Os gusta? No me costó muy cara.
—¡Sí, es bonita! —Pero Simona apenas tiene tiempo de acabar la frase, pues ya Niki ha salido corriendo hacia la mochila de nuevo.
—Esto os lo he traído a vosotros: un pareo para mamá, y para ti, papá, esta bolsa azul. ¡Son unas sandalias de cuero!
Roberto las coge.
—Son preciosas, gracias. ¿De qué número son?
Niki lo mira contrariada.
—¡Del tuyo, papá, el cuarenta y tres!
—Vale, es que me parecían pequeñas.
Simona se levanta y va hacia el cajón.
—También nosotros tenemos una cosa para ti. —Saca el sobre de Alessandro.
Niki lo coge y de inmediato reconoce la letra.
—Disculpadme. —Se va a su habitación, cierra la puerta y se sienta en la cama. Da vueltas al sobre entre sus manos. Decide no pensarlo más y lo abre.
«Hola, dulce chica de los jazmines...» Y sigue leyendo, sonriendo, conmoviéndose a veces, soltando una carcajada en algún pasaje. Lee, sonríe. Recuerda cosas, lugares, frases. Recuerda besos y sabores. Y muchas cosas más. Y al final de la carta no tiene dudas. Sale de la habitación, regresa al salón con sus padres. Roberto y Simona están sentados en el sofá, intentando distraerse de algún modo. Simona hojea una revista, Roberto está mirando las costuras de las sandalias, las estudia con tanta atención que en algún momento parece que tenga ganas de montar una empresa para fabricarlas. Simona la ve llegar. Cierra la revista e intenta aparentar calma, como si esa carta no le importase lo más mínimo. Pero se muere de curiosidad, se muere de verdad, pagaría lo que fuese por saber qué es lo que hay escrito en ella. No obstante, esboza una ligera sonrisa a fin de no resultar agobiante.
—¿Todo bien, Niki?
—Sí, mamá. —Niki se sienta delante de ellos—. Papá, mamá, tengo que hablar con vosotros...
Y empieza a hacerlo. Y casi ni se detiene. Sus padres escuchan en silencio esa especie de río desbordado, todas las razones por las que no pueden de ningún modo oponerse.
—Ya está. He acabado. ¿Qué os parece?
Roberto mira a Simona.
—Ya te dije que teníamos que haber abierto esa carta...

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.122

Ciento veintidós

—Eh, pero ¿qué estás haciendo?
—He venido a buscar unas cosas. Tengo unos documentos que no quiero dejar en la oficina.
Leonardo se apoya en el escritorio y le sonríe.
—Oye, Alex, nunca me he sentido tan feliz... En Japón nos han confirmado toda la línea. ¿Sabías que ahora también tenemos peticiones de Francia y de Alemania?
—Ah, ¿sí?
Alessandro sigue sacando folios de los cajones. Los repasa. Ya no sirven. Los tira a la papelera.
—Sí. Ya han enviado todos los embalajes. Tenemos que hacer una campaña para un nuevo producto que saldrá dentro de dos meses... Un detergente al chocolate... pero ¡que huele a menta! Una cosa absurda, en mi opinión, pero estoy seguro de que encontrarás la idea adecuada para hacer que tu gran amiga la gente la acepte.
Alessandro acaba de recoger los últimos papeles y se incorpora. Hace una ligera flexión hacia atrás poniéndose la mano en la espalda. Leonardo se da cuenta. Sonríe.
—La edad, ¿eh? Pero al final acabaste derrotando al jovencito aquel. Toma, éstos son algunos detalles, el resto de la documentación te la he dejado sobre la mesa.
—Me parece que te conviene volver a llamar al jovencito de Lugano.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —Leonardo lo mira con los ojos muy abiertos.
—Que me voy.
—¿Qué? Te han ofrecido otro trabajo, ¡¿eh?! Otra empresa, ¿verdad? Dime quiénes son. Dime quiénes han sido. La Butch & Butch, ¿a que sí? Venga, dime quiénes han sido, que acabaré con ellos.
Alessandro lo mira tranquilo. Leonardo se calma.
—Vale, seamos razonables. —Un largo suspiro—. Nosotros podemos ofrecerte más.
Alessandro sonríe y pasa de largo.
—No lo creo.
—¿Cómo que no? ¿Quieres verlo? Dime la cifra.
Alessandro se detiene.
—¿Quieres saber la cifra?
—Sí.
Alessandro sonríe.
—Bueno, no hay cifra. Me voy de vacaciones. Mi libertad no tiene precio.
Y se dirige hacia el ascensor. Leonardo corre tras él.
—Pero entonces la cosa cambia. Podemos hablarlo. No tiene sentido que vuelva a hacer venir al jovencito... ¿Qué te pasa, estás cabreado?
—¿Por qué iba a estarlo? Gané.
—Ah, sí, claro, claro. Tengo una idea. Mientras estés fuera, le digo a Andrea Soldini que lo vaya preparando todo, ¿qué te parece?
—Bien, me alegra. Y, sobre todo, tengo que decirte que estoy muy contento de una cosa.
Leonardo lo mira con curiosidad.
—¿De cuál?
—De que te hayas acordado de su nombre.
Alessandro aprieta el botón de bajada. Leonardo sonríe.
—Pues claro. Cómo iba a olvidarlo... Ese tipo es la hostia.
En el último momento, Alessandro bloquea las puertas.
—Ah, mira, me parece que también tendrías que hacer que Alessia se quedase en Roma. No la transfieras a Lugano. Aquí hace mucha falta, confía en mí.
—Por supuesto, ¿estás de broma? Es como si nunca se hubiese ido. Y tú, ¿cuándo piensas volver?
—No lo sé...
—Pero ¿adónde vas?
—No lo entenderías.
—Ah, ya veo... Es como el anuncio aquel en el que aparece un tipo con una tarjeta de crédito solo en una isla desierta.
—Leonardo...
—¿Sí?
—Esto no es un anuncio. Es mi vida. —Entonces Alessandro le sonríe—. Y ahora, ¿me dejas marchar, por favor?
—Claro, claro. —Leonardo suelta las puertas del ascensor, que se cierran lentamente.
—Estaré aquí, esperándote. —Luego se inclina hacia un lado buscando el último resquicio—. Vuelve pronto. —Se inclina aún más y grita casi al vacío—. Tú lo sabes, ¡eres insustituible!

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.121

Ciento veintiuno

Casi un mes después.
Los padres de Niki están parados en un semáforo. En el coche. Los dos con la boca abierta. Los dos mudos a causa de la impresión. En la plaza hay una serie de carteles gigantescos. Y en todos aparece Niki. Niki que duerme boca abajo. Niki que duerme con el culo en pompa, con un brazo por el suelo y, por fin, Niki recién despertada, con el pelo un poco revuelto y un paquete en la mano. Sonríe. «¿Quieres soñar? Coge LaLuna.»
Roberto se vuelve estupefacto todavía hacia Simona.
—Pero ¿cuándo ha hecho Niki la publicidad de esos caramelos?
Simona intenta tranquilizar a Roberto. Sea como sea, tiene que darle a entender que Niki y ella siempre se lo cuentan todo.
—Sí, sí, algo me dijo... pero ¡no pensé que fuese algo tan importante!
El padre de Niki arranca de nuevo, pero no parece muy convencido.
—Vale, pero las fotos son extrañas... quiero decir, que no parecen de estudio, más bien parecen... robadas. Eso mismo. Como si se las hubiesen hecho en casa de alguien. Vaya, que la han estudiado bien. Parece que esté dormida de verdad, ¿te das cuenta? Y que después se acabe de despertar. Cómo te lo diría... Es la misma cara que llevo viendo desde hace dieciocho años, todos los domingos por la mañana...
Simona suspira.
—Ya. Son muy buenos.
Luego Roberto la mira un poco más convencido y feliz.
—¿Tú crees que a Niki le habrán pagado bien por este anuncio?
—Sí, creo que sí.
—Cómo que crees que sí. ¿No habéis hablado de ese tema?
—Pero, cariño, no hay que agobiarla. Si no, después no me explica nada.
—Ah, ya... Tienes razón...
Al llegar a casa les espera una sorpresa aún mayor. Alessandro está allí. Los está esperando. Simona lo reconoce e intenta preparar a su marido de alguna manera.
—Cariño...
—¿Qué ocurre, tesoro, se nos ha olvidado la leche?
—No. ¿Ves a ese chico? —Y señala a Alessandro.
—Sí. ¿Qué?
—Es el falso agente de seguros del que te hablé. Y, sobre todo, en estos momentos es la persona más importante para Niki.
—¡¿Ése?! —Roberto aparca.
—Sí, puede que te niegues a admitirlo, pero tiene su atractivo...
—Bueno, digamos que lo oculta muy bien.
—Muy gracioso. Deja que hable yo, dado que ya nos conocemos. Espérame arriba.
Roberto echa el freno de mano, apaga el motor.
—Por supuesto. Pero esto no irá a acabar como en El graduado, ¿no?
—¡Idiota!
Simona le da un manotazo y lo empuja fuera del coche. Roberto se baja, camina con Simona y llegan ante Alessandro. Roberto lo ignora, pasa de largo y sube a su casa. Simona, en cambio, se detiene frente a él.
—Ya lo entiendo. Lo ha pensado mejor y quiere que haga alguna otra extraña inversión...
Alessandro sonríe.
—No. Quería pedirle una cosa. Sé que Niki vuelve mañana. ¿Le podría dar esto?
Alessandro le da un sobre. Simona lo coge, lo mira y se queda un instante pensativa.
—¿Le hará daño?
Alessandro se queda en silencio. Después sonríe.
—Espero que no. Me gustaría que le hiciese sonreír.
—A mí también. Y cómo. Y aún más le gustaría a mi marido. —Y después se va sin despedirse.
Alessandro vuelve a montarse en su Mercedes y se aleja.
Simona entra en casa. Roberto se le acerca de inmediato.
—¿Y bien, qué quería?
—Me ha dado esto. —Deja el sobre cerrado encima de la mesa.
Roberto lo coge. Intenta ver algo a contraluz.
—No se lee nada. —Luego mira a su mujer—. Lo voy a abrir.
—Ni se te ocurra, Roberto.
—Venga, pon agua a hervir.
Simona lo mira sorprendida.
—¿Ya tienes hambre? ¿Quieres cenar...? Si sólo son las siete y media.
—No, quiero abrir el sobre con el vapor.
—Pero ¿tú dónde lees esas cosas?
—En Diabolik, desde siempre.
—Entonces, a saber la de cartas que me habrás abierto.
—Puede que una, pero no estábamos casados.
—¡Te odio! ¿Y de quién era?
—Bah, de nadie. Era una factura.
—¡Espero que por lo menos la pagases tú!
—No, era la factura de un regalo para mí...
—¡Te odio el doble!
Roberto mira de nuevo el sobre. Le da vueltas entre sus manos.
—Oye, yo lo abro.
—¡De ninguna manera! Tu hija no te lo iba a perdonar nunca. Jamás volvería a tener confianza en ti.
—Sí, pero la tendría en ti, que me lo habías prohibido. Yo le digo que tú no querías que lo abriese, que hemos discutido un montón... ¡y tú ganas aún más puntos! Podemos hacer como los policías americanos en los interrogatorios, tú de poli buena y yo soy el malo. Y así nos enteramos de qué es lo que tiene que decirle ese...
Simona le arranca a Roberto el sobre de las manos.
—No, tu hija acaba de cumplir dieciocho años, ya es mayor de edad. Salió por esa puerta y volverá a entrar todas las veces que quiera. Pero es su vida. Con sus sonrisas. Sus dolores. Sus sueños. Sus ilusiones. Sus llantos. Y sus momentos felices.
—Ya lo sé, sólo me gustaría saber si en esa carta hay algo que pueda causarle daño...
Simona coge el sobre y lo guarda en un cajón.
—Lo abrirá ella cuando vuelva, y le gustará saber que la hemos respetado. Y a lo mejor también se alegra al leerla. Al menos eso espero. Ahora me voy a preparar la cena... —Simona se va a la cocina.
Roberto se sienta en el sofá. Enciende el televisor.
—Ya lo sé —le grita desde el salón—. Es ese «al menos eso espero» tuyo lo que me preocupa.

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.120

Ciento veinte

A la mañana siguiente, con las Ray-Ban nuevas que Diletta les ha regalado a todas, parten. Un taxi las lleva a la estación. Es de madrugada. Las mochilas recién hechas, las camisetas numeradas, uno, dos, tres cuatro... con una pequeña ola azul. Niki les entrega una a todas sonriente. Hay también dibujado un pequeño corazón rojo. Erica ha comprado una libreta Moleskine grande.
—Eh, chicas, éste será el diario de a bordo de las Olas... Por el momento, ya he puesto en la primera página mi gran noticia. He dejado a Giorgio.
—¡Nooo!
—¡No me lo puedo creer!
—¡Estás de broma! No es posible.
Erica hace un gesto de asentimiento con la cabeza.
—No sólo eso, sino que pienso hacer estragos. Voy a recuperar todo el tiempo perdido. La voy a armar. En cada página aparecerá un nombre diferente al final...
Corren por el andén, se suben al tren y se meten en su compartimento. Se encierran dentro. Todavía tienen cosas que contarse y que inventar, y que soñar juntas. Y se ríen y bromean. Y el tren sale. Y ellas han partido ya.
—Tengo sueño. Está amaneciendo y así no se puede. Voy a llegar con ojeras.
—¿Y qué quieres? ¡Tampoco podíamos coger el tren para Brindisi a mediodía! ¡Nos falta todavía el ferry!
—Pero ¡los aviones también existen! ¡Así vamos a tardar toda la vida!
—¡Sí, sí, aviones! ¡Nosotras tenemos toda la vida! Perdona, ¿qué prisa tienes? Es el viaje de la madurez, ¿te das cuenta? Ma-du-rez, y tenemos que sentirlo, saborearlo, vivirlo, sufrirlo. Ni que fueses una princesa, además...
—¡Sí, la del nabo!
—¡Olly! Hay que fastidiarse, siempre estás igual.
—Erica tiene razón. Somos las Olas. ¡Mochila y poco dinero en el bolsillo!
—¿Qué ferry tenemos que coger?
—El Hellenic Mediterranean Lines. He reservado sitio en cubierta, ¿eh? Mejor que las butacas, que son incómodas, no puedes tumbarte. De todos modos, llevamos esteras y sacos de dormir.
—¡Qué guay, Erica, muy bien!
—¿Y si llueve? —pregunta Diletta.
—¡Pues te mojas! —le responde Olly sin dejársela pasar—. ¿O es que acaso va a venir tu pequeño Filippo a protegerte?
—No, ya sabes que se queda en casa. Ya lo echo de menos...
—¡Oooh, ahora nos va a poner caritas todo el tiempo! Tranquila, que no te lo van a robar, no. ¡El pequeño Filippo está en casita esperándote!
—¡Idiota!
Niki se pone los auriculares de su iPod. No se ha quitado las gafas a pesar de que es temprano y el sol no resulta precisamente cegador dentro del vagón. Se ha bajado casi todo Battisti del i-Tunes. Esas palabras le hacen daño, pero es más fuerte que ella. A veces el dolor te absorbe tanto que resulta casi espontáneo el hecho de alimentarlo. El paisaje corre veloz por las ventanillas. Igual que los recuerdos en su corazón. Erica le da una patada en la pierna.
—Eh, chica, ¿duermes? ¡Grecia nos espera! ¡Para dos que se acaban de separar como nosotras, fiesta grande!
—¡Sí, sí, yo os guiaré al abordaje! —Olly salta en su asiento—. ¡Hale! ¡Y conste que he dicho hale, no Alex! —Y grita.
Una pareja de señores ancianos se vuelve y la mira, Niki esboza una sonrisa para no defraudar a sus amigas, pero después vuelve a mirar hacia fuera, en busca de distracciones que no llegan. El tren corre veloz, el sol se levanta en el cielo. Perfume de vacaciones, libertad, ligereza. Pero tenía que ser diferente. Podía ser diferente. Mis amigas están felices. Cada una ha encontrado su camino o ha abandonado el equivocado. Cada una sabe adónde ir. En cambio, yo me estoy dejando llevar. Pero a lo mejor es así como tiene que ser cuando te sientes mal. «Tener en los zapatos las ganas de marchar. Tener en los ojos el deseo de mirar. Y quedarse... prisioneros de un mundo que sólo nos deja soñar, sólo soñar...»
Y después una noche en el ferry. El mar, las olas, la corriente. Y esa estela que se aleja del barco. Y pensamientos que no consiguen desvanecerse. Niki está apoyada en la barandilla. Pasan unos chicos a su lado. Otro, tumbado en una hamaca de madera bastante corroída por el salitre, lee un libro antiguo de Stephen King; otro, uno nuevo de Jeffery Deaver. Thriller. Terror. Miedo. Niki sonríe. Mira de nuevo el mar. Ella no necesita ningún libro para tener miedo. Y se abraza con fuerza a sí misma. Y se siente sola. Y le gustaría mucho poder detener esa lágrima. Y le gustaría no haber amado. Y le gustaría mucho no seguir amando. Pero no lo consigue. Y esa lágrima cae, y se sumerge en el mar azul, tan salado como ella. Y Niki se ríe ella sola. Y sorbe un poco por la nariz. E intenta no llorar. Y al final casi lo consigue. Están a punto de empezar unas vacaciones. Maldita sea... Ese dolor no tiene intención alguna de pasarse.


Mediodía. Olly acaba de recoger su saco y bosteza con la boca abierta, todo lo que le dan de sí las mandíbulas. Luego se pone en pie y mira el puerto que se acerca.
—Ya me explicarás cómo te lo has montado para dormir así hasta ahora. La gente no hacía más que pasarte prácticamente por encima. —Erica le da una palmada en la espalda.
—No me he dado cuenta de nada. Ya te dije que tenía sueño. Encima nos roban tiempo. ¿No me dijiste que aquí se adelantaban una hora? Ladrones. Me haces levantar de madrugada, me haces... De todos modos estoy excitada.
—¿En qué sentido?
—Anoche, mientras vosotras teníais frío y os ibais a dormir al pasillo de dentro, yo conocí a aquel de allí. —Y Olly señala a un chico que está un poco más adelante, apoyado en la barandilla del puente. Junto a él, sobre una hamaca azul abierta, hay una mochila enorme—. Es de Milán, estudia en la Politécnica. Un tipo superguay. ¡Va a reunirse con sus amigos que se le han adelantado; él tenía que hacer todavía un examen! Le dije que íbamos a Rodas y le he dejado mi móvil. Así podemos encontrarnos allí.
—Dabuten.
—¿Dabuten?
—Sí, anoche, mientras estábamos en el pasillo de dentro, conocimos a dos de Florencia. Ellos dicen eso cuando sucede algo bueno. Dabuten.
—Ah. ¿Y cómo eran?
—Vaya. Uno no estaba mal, pero el otro parecía la copia en feo de Danny De Vito en su versión antipática.
—Un sueño...
—Venga, va, han dicho que ya podemos bajar. —Niki se coloca la mochila a la espalda mientras Diletta se contorsiona para sacarse el móvil del bolsillo de los téjanos. Ya lo tiene. Finalmente. Lo abre y lee el mensaje que le acaba de entrar.
«Hola, guapísima. ¿Cómo estás? ¿Sabes que te amo un montón y que te echo de menos? Date prisa en regresar, que nos vamos para España...»
Diletta sonríe y envía un beso a la pantalla del teléfono. Olly la ve.
—¡Pues sí que estamos bien! ¡Venga, Olas, nos vamos! —Y sale corriendo, pasando junto al muchacho de Milán, que le sonríe y le hace un gesto con el índice de la mano derecha como diciendo: «Ya hablaremos más tarde.»
Erica, Diletta y Niki la siguen. Se bajan del ferry. Una marea de cabezas, gorras, mangas cortas, mochilas, bolsones de colores, voces y sonidos se extiende por el muelle de Patrás, antes de dispersarse por todas partes. Despedidas, adioses, citas de gente que ya se conocía o que se ha conocido esa noche en el ferry. Un perro labrador corre arriba y abajo como un loco, hasta que un muchacho lo coge y se lo lleva por el collar.
—Eh, allí hay un súper. ¿Nos compramos una crema bronceadora? ¡Me la he olvidado!
—No, vamos a dar antes una vuelta. ¡Después tenemos que coger el autobús! Mientras tanto, mira a tu espalda: ése es el monte Panachaicon!
—¡Menuda pedante estás hecha, Erica! ¡Pareces la guía! ¡Tenemos, tenemos! ¡El monte, el monte! ¡Estamos de vacaciones! ¡Probablemente las vacaciones más guays de nuestra vida!
Niki mira a su alrededor. A la derecha del muelle hay un enorme aparcamiento. Un poco más allá un pequeño bar.
—Venga, vamos a dar una vuelta.
Las Olas empiezan a caminar entre la marea de gente que las rodea. Callejuelas estrechas, tráfico intenso y después subir, bajar, reír, detenerse frente a un escaparate. Y el anfiteatro, la fortaleza, el Reloj, el barrio de Psila Alonia desde donde se divisa todo el mar Jónico. De vez en cuando, Niki se queda absorta, Diletta continúa enviando mensajes por el móvil, Erica intenta leer informaciones varias en su guía pero ninguna le presta atención, mientras Olly habla prácticamente con todos los que se encuentra. La enajenación inofensiva de unas vacaciones juntas. Deseo de cosas nuevas. De locuras, de pasar del tiempo. De libertad. De una enorme y total libertad. Y Niki. Deseos de... Nostalgia y tristeza. El recuerdo de un amor intenso. Y hermoso. De esos amores que duran toda una vida y que nunca se logran olvidar del todo.


Y una semana más. Clima agradable, caluroso pero no en exceso. Apaciblemente veraniego. Niki está sentada a una mesa de la terraza de un pequeño local, rodeada por las características paredes blancas. Está comiendo yogur y observa a la gente que pasa.
—¿Sabías que esto está lleno de famosos? ¡Es superguay!
—¡Además, Mikonos es preciosa, con todas esas callejuelas, los bares, las discotecas, las tiendas siempre abiertas! ¡Yo me vengo a vivir aquí!
—¡No te digo! ¡Estamos ya en Chora! Hasta no hace mucho, la llamaban la capital de verano de los gays, ¡me mola cantidad, es la patria de la tolerancia!
—¡Sí, pero también hay heteros que están buenísimos! ¡¿Os fijasteis ayer en la playa?! ¡Esos de Milán son la hostia! ¡Niki, te has quedado con el más guay de todos! ¡Emmanuele es una pasada!
—¡Olly, yo no me he quedado con ninguno! ¡Eres tú la que está causando estragos! ¡¿Te das cuenta de que desde que salimos, sin contar con el de Milán que venía en el ferry, te has enrollado ya con tres?! El rubio de Nápoles, aquel de Rávena que se parecía a Clark, el de Smallville, y hasta un extranjero...
—¡Sí! ¡El francés tan relamido que te regaló la colonia de lavanda!
—¿Y qué? ¿De qué sirven las vacaciones si no? Además, tú, ¿a qué estás esperando? ¡Ése está que se derrite por ti! ¡De todas maneras, esta noche los veremos en la discoteca, y tengo ganas de ver lo que haces! Claro que después del corte que le diste ayer por la noche... Pobrecillo.
—¿Pobrecillo de qué? No pude, no tenía ganas de besarme con él.
Los jazmines. La terraza. La noche. Las sonrisas. Eso es en lo que Niki estaba pensando mientras aquel atractivo muchacho, después de mil y un cumplidos, se acercó a sus labios... Y ella no pudo. De modo que le sonrió y se alejó tras hacerle apenas una caricia en la mejilla.
—¡Qué desperdicio!
—¿Mañana volveremos a Super Paradise Beach? —pregunta Diletta mientras acaba de escribir un mensaje.
—No, yo preferiría ir a la playa de Elias. Hay una calita tranquila y desde allí un paseo de pocos minutos entre los arrecifes nos lleva directo a la playa de Paranga. ¿Sabes, Niki?, allí hacen surf. Podías intentarlo, ¿no?
—No lo sé, Erica, ya veremos mañana. De todos modos, por mí está bien.
—Vale, mañana nos alquilamos un ciclomotor. Estoy harta de los horarios del autobús, por lo menos podremos quedarnos en la playa hasta la hora que nos parezca.
Olly se acerca a Diletta.
—Yo te digo que, como cuando volvamos a Roma me encuentre con ese gilipollas de Alex, le parto la cara, mira en qué estado me la ha dejado. Ni la fregona Vileda —le dice susurrando a propósito de Niki.
—Ya. Pero nosotras no nos vamos a rendir.
—¿Nos vamos a la ducha? —grita Olly levantándose de la silla—. ¿Y a ponernos superdivinas para la noche? ¡Lo tengo todo preparado! ¡Seguid a la maestra de ceremonias! Me he estado informando. Aperitivo en Agrari, un bar de piedra que no está tan lleno y tiene unos camareros estupendos, que por cada dos consumiciones te ofrecen una tercera. Si nos lo curramos bien, ¡a lo mejor hasta nos preparan un cóctel!
—¡Dabuten!
—Después nos vamos a comer algo al puerto, a Little Venice. ¡Está lleno de bares! ¡Se come mejor que en los restaurantes! ¡Ensalada con queso feta, pita gyros, la versión griega del kebab con salsa tsatziki y pimentón picante! ¡Y yo pienso comer musaka, que me gusta un montón! ¡De todos modos, actividad física para mantener la línea no me falta!
—¡Dabuten! —responden las Olas a coro.
—¡Y después a bailar! ¡Primero en el Scandinavian, luego hay una fiesta en la piscina del Paradise! Y nos ahorramos quince euros por cabeza, porque conozco a los de Milán con los que hemos quedado allí. Luego nos espera el Cavo Paradise... ése está abierto toda la madrugada. Música house para exorcizar ese peñazo del Fobia y además el lugar es tope guay. Una discoteca al aire libre sobre los acantilados. ¡Cuando empieza a salir el sol, miras a tu alrededor y ves a gente hecha polvo que sigue bailando iluminada por las primeras luces del amanecer! ¡¿Qué, estáis listas?!
—¡Sííí! —Las Olas levantan los dos brazos hacia el cielo y gritan felices. También Niki se añade. Y se van, por aquellas callejuelas llenas de gente, hacia su apartamento. Y abandona por un instante sus pensamientos. Ese recuerdo continuo. Esa marea de amor que con demasiada frecuencia y sin ningún motivo lunar la sumerge. Y se deja llevar entre sus amigas las Olas. Y las abraza y caminan todas juntas del brazo, al ritmo de lo que van cantando.


Otra semana. Una sonrisa repentina, sincera, aparece entre las arrugas oscuras, marcadas por el sol en los rostros de los ancianos que bajan por el callejón empedrado hacia la pequeña plaza. Niki le sonríe a una señora que está tejiendo un cesto, rodeada por el color de las buganvillas. Alrededor hay una luz cegadora, que rebota sobre la cal de las paredes. El cielo es azul y terso. Las Olas acaban de bajarse del autobús después de haber recorrido una carretera panorámica, llena de curvas, con Olly que no dejaba de cogerse del brazo de Diletta a cada curva. Erica ha decidido ya la primera meta, el monasterio de la Panayfa Hozoviotissa. Se tarda casi una hora en llegar hasta allí, pero merece la pena. Mil escalones excavados en el acantilado a pico sobre el mar.
—Hala, pero ¿estáis locas?
—Sí. Venga, vamos.
Erica, Niki y Diletta empiezan a subir con energía y sin demasiada fatiga. Olly, en cambio, se queda atrás y se detiene cada dos minutos con la excusa de mirar el paisaje. De vez en cuando, algunos olivos ofrecen un poco de sombra. Al final de la subida, encajado en la montaña a trescientos metros de altura, aparece. Blanco también, como todo lo demás, el monasterio parece una fortaleza. Algunos monjes anacoretas dan la bienvenida a los turistas, comprobando su indumentaria. Rápidamente, uno de ellos ofrece a las chicas unas faldas de tela floreada, sonriéndoles.
—¿Y esto qué es? ¿La última moda griega? ¡¿No tendrá también un pareo?! ¡Digamos azul!
—¡Olly! Un poco de respeto... Son para entrar. Éste es un lugar de oración y nosotras vamos casi desnudas.
Olly hace una mueca y se pone la falda. Después entran en silencio. Al final, les aguarda una sorpresa. Los monjes llegan con varios vasos en la mano.
—¿Qué es? —pregunta Olly mientras se quita la falda—. ¿Nos van a drogar?
—No —explica Erica—. Es lukumade, una bebida dulce hecha con miel. Te lo dan para que te recuperes después de la subida.
—¿Es afrodisíaco?
—Sí, para la boca.
—¿Y ahora?
—Ahora nada. Disfruta del paisaje...
El mar alrededor es un verdadero espectáculo. Niki observa en silencio.
—¿En qué piensas? —le pregunta Diletta acercándose.
—En las canciones de Antonacci.
—¿En cuál en concreto?
—«A veces miro el mar, ese eterno movimiento, pero dos ojos son pocos para esa inmensidad, y comprendo que estoy solo. Y paseo por el mundo y me doy cuenta de que dos piernas no bastan para recorrerlo todo...»
Diletta se queda callada. En su móvil suena un bip. Mira a Niki un poco cortada.
—Disculpa un momento.
Niki la observa mientras se saca el móvil del bolsillo de sus pantalones cortos, lo abre y lee. Una leve sonrisa, casi contenida, le ilumina el rostro.
—¿Es Filippo? —pregunta Niki.
—Sí, pero no es nada. Sólo dice que se va a entreno.
—No me mientas. Yo me alegro por ti. Aunque yo esté mal, puedo alegrarme de que mis amigas estén enamoradas.
—Dice que me ama y que me espera.
Niki le sonríe. Entonces se le acerca de repente y la abraza.
—Te quiero, campeona.
Olly llega y las ve.
—¡¿Puedo sumarme?!
Niki y Diletta se vuelven.
—¡Pues claro, ven!
—¡Yo también! — Erica también se acerca y ese abrazo se hace más grande, símbolo de la amistad que las une desde siempre. Las Olas unidas frente al mar.
—¿Y ahora?
—A sólo cuatro kilómetros está Katapola.
—¿Sólo? ¡Al final voy a tener que llevarme unas bombonas de oxígeno!
—Venga, vamos. ¡Está lleno de casitas colgadas sobre el mar, hay pescadores, a lo mejor hasta podemos darnos un paseo en mula! Y está la playa de Ayios Pandeleimon. Venga, puede que sea un poco cansado, pero la guía dice que hay lugares preciosos...
—¡En marcha!
Y bajan corriendo por un caminito. Y llegan hasta el mar. Y dejan las mochilas en la arena y le compran una sandía a un vendedor ambulante. La mantiene fresca en su viejo motocarro lleno de hielo. Y se desnudan y se meten en el agua. Y se salpican. Y poco después cortan la sandía en trozos grandes. Y los devoran y se los ponen en la cabeza.
Y después regresan al agua así, con esos pequeños cascos dulces para quedarse conversando hasta la puesta de sol. Hermosas, simples, felices, abandonadas. Cansadas con un cansancio sano, el que se siente cuando haces lo que te gusta, cuando estás bien, cuando estás con aquellos a quienes quieres. Y unos pocos días más y alguna otra aventura para recordar. De las que se guardan para cuando sea necesario...
Y después, sólo después, a casa. Roma.

Perdona Si Te Llamo Amor Cap.119

Ciento diecinueve

Noche. Noche nublada. Noche oscura. Noche bandolera.
Elena acaba de salir del teatro. Un espectáculo divertido, lleno de jóvenes actores, algunos hasta han participado en alguno de los anuncios de su empresa. No podían dejar de invitarla. Ella le ha proporcionado más dinero a esa compañía que dos temporadas seguidas en el mejor teatro de Roma. Elena llega a casa. Se baja de su BMW Individual Serie 6 Coupé, color Blue Onyx metallic, nuevo y flamante. Se dirige a su portal. Apenas tiene tiempo de meter la llave en la cerradura y de volverla a sacar, y ya se encuentra dentro del portal con la cara aplastada contra el cristal, y siente que la arrastran hacia el vestíbulo. Acaba por el suelo, en la escalera, junto al ascensor. Tropieza con el felpudo de la señora del bajo, la que siempre cocina con cebolla. Pero esta noche no hay olores, no hay ruidos, sólo silencio. Demasiado silencio. El Mochuelo y el Halcón Peregrino se le echan encima.
—Estáte calladita y dame ahora mismo las llaves del coche.
El Mochuelo le tapa la boca con la mano, mientras Mauro la reconoce de repente. Es la de mi prueba, la señora que estaba en la habitación detrás de la ventana, la que tenía mis fotos en la mano, la que las rompió, la que no me quiso.
Elena lo mira. Ve la maldad en sus ojos. Entrecierra los suyos tratando de comprender.
¿Qué le he hecho a este tipo? ¿Acaso nos conocemos? ¿Quién es? ¿Por qué no deja de mirarme fijamente? Y, aterrorizada, sin entender absolutamente nada, muerde con fuerza la mano del Mochuelo y empieza a dar gritos.
—¡Socorro, socorro, ayúdenme!
El Mochuelo también grita y agita la mano en el aire, intentando aplacar el dolor del mordisco. Luego, por toda respuesta, como una fría venganza, le da un puñetazo a Elena en plena cara; ella cae hacia atrás y se da un fuerte golpe en el escalón. Un instante de silencio. Todo queda como en suspenso. Mauro se ha quedado con la boca abierta. Paralizado. El Mochuelo le da un empujón.
—¿Qué te pasa, Halcón Peregrino, estás dormido? Coge su bolso, rápido, larguémonos de aquí.
Mauro coge el bolso. Mira otra vez a Elena. Está tendida, vuelta hacia los escalones, inmóvil. Mauro la mira, muy asustado. Alguna que otra puerta empieza a abrirse, se oye ruido de cerrojos al correrse.
Gente que se ha despertado por el ruido, por los gritos de Elena.
Mauro se aleja veloz en la noche, se sube a la enorme moto, arranca y se marcha a todo gas. El Mochuelo busca en el bolso, encuentra las llaves, pone en marcha el BMW y se pierde también en la noche a toda velocidad.